25 marzo 2007

Besos históricos

Enviado por Marisa el 03/01/2007

Besos históricos

1


Voy a viajar marcha atrás buscando el momento que según la gran tradición de cursilismo cotidiano de mi infancia, todos deberíamos guardar eternamente en la memoria con letras bordadas en hilo de oro y palomitas que enroscan sus plumas con anillos entrelazados. El momento en el que las penas se borran, los ojos hacen chiripitas, se paran los pulsos, se pasa de niña a mujer, el rayo de sol, togederforever y toda la pesca.

Me refiero al primer beso.

En todo hay diferencias y sobre todo divergencias que casi siempre se sujetan al capricho del destino o, en confianza, al de la jodida casualidad. Así que una cosa es el primer beso, ese que una entiende y se espera con anhelo dentro del ritual amatorio y otra, muy distinta, él que primero se recibe y que tiene más que ver con las circunstancias más mundanas.

En mi caso, los dos fueron un poco especiales en el sentido más ridículo y ambiguo del término por seguir con la estética de duralex y plexiglás.

Una mañana de verano me sacó de la cama una vecinilla del barrio de mi abuela. Era tempranito, lo sé porque la casa olía a tierra mojada y eso, en el mes de agosto en Maracena, sólo podía deberse al baldeo frenético de las aceras que las vecinas hacían a las claras del día. Una competición absurda para ver quien dejaba las ventanas, las puertas, los farolillos, las persianas de rejilla, los cristales, las macetas del jardín, los contadores de la luz, más frescos y relucientes de cristasol que ninguna. Un ritual que, desde el principio de los tiempos, se repetía sin descanso todos los días del año menos los que llovía torrencialmente (que eran muy pocos) y que había costado algún que otro susto y alguna que otra fractura debido al pulido histórico de tanta limpieza de aceras.

Ella tenía 12 años y era 4 y pico más grande que yo. Lo que significaba grandes diferencias entre ambas, sobre todo físicas. Por aquellos entonces yo llevaba el pelo corto como un chino. Era cosa de mi madre y de mi abuela que estaban convencidas que así se ponía más fuerte. Pero yo ya sabía que en casa había poco tiempo que perder y menos con mi pelo y que esa era la verdadera razón de mi Look a lo garçon. En contraste, mi vecina tenía el pelo largo y moreno y se peinaba con una cola muy alta en un lado de la cabeza. A mi siempre me ha parecido una moda extrañísima porque deja la cara en una simetría imposible. También se pintaba las uñas y se las dejaba largas. A mi me lo tenían prohibido. Mi abuela decía que eso tapaba la mugre, mi madre que yo era muy pequeña para esas cosas y mi padre, sencillamente, que era de guarras. Menos mal que la manicura nunca me llamó mucho la atención.
Mi vecina ya usaba sujetador hacía un año, tenía su propia colonia y se ponía minifalda. Yo tuve que esperar hasta los 14 para conseguir una mínima talla 75b y para librarme del bote de litro de S3. Esta claro que mis hormonas no han sido nunca unas maracas.

Aquella mañana la vecina zarandeándome con mucha prisa y sin ningún respeto, me dijo que tenía que ayudarla.
No le interesaba lo más mínimo si yo estaba o no dispuesta hacerlo, simplemente dijo !Levántate! que tengo que aprender a dar besos antes de esta tarde.

Os juro que no la entendí y medio dormida me vestí, no me peiné ni me lavé la cara, no me tomé el colacao con tostadas que mi abuela había preparado para las dos. Me arrastró de un brazo, cruzando la calle sin mirar y me llevó a su casa.

Resulta que ese verano un pavo de 14 años, hijo de emigrantes en Francia, pasaba las fiestas con sus abuelos, nuestros vecinos de al lado. Tenía la cara como el parque de Timanfaya -llena de cráteres- y la tarde de antes había estado tonteando con mi vecina de enfrente. Ella por supuesto ya había hecho planes de boda, embarazo y jubilación junto a Reni… (que le vamos a hacer si sus emigrados padres así decidieron ponerle). El caso es que la vecinita estaba empeñada en practicar conmigo antes del encuentro. Más que nada, para que gracias a su pericia amatoria, conseguida en un rato, el cántaro de la lechera que llevaba en la cabeza desde la tarde de antes no se le destrozara acabando con toda una vida en común.

Ya sea por amistad o por puro miedo -las bofetadas de la Encarni habían dejado más de un ojo morado en el barrio- no me quedó más remedio que dejarme.
Ese primer beso, en riguroso orden cronológico, fue un verdadero desastre. Y lo que es peor, encima, me llevé un señor bofetón por no querer abrir la boca como ella ordenaba.

Además de dos días, en plenas fiestas del pueblo, con la cara como un tomate que hasta me dejó el anillo marcado. Me amenazó con aumentar el rubor otros dos días más si le contaba a alguien lo más mínimo de lo sucedido. Eso si, mi querida vecina tuvo la amabilidad de responder, con mucha convicción, a la pregunta que yo le hacía entre moqueos y lloriqueos:
- Te ha tocado a ti porque vives en frente y porque con el pelo tan corto pareces un niño.
Al ratoncito Pérez, por mi segunda paleta, le pedí una peluca de tirabuzones y me trajo 5 duros y una pegatina de Campanilla… Otra imbécil sin tetas y con el pelito corto.


2

El primer “beso beso” me lo dio un compañero de clase. Desde entonces hace 20 años que somos amigos y además de una sana complicidad, compartimos nuestras diferencias en preferencias musicales, el gusto por la carne poco hecha y por las playas tropicales con caipiroska y cocotero.

Acababa yo de estrenar mi sujetador de la talla 75b y me habían invitado al cumpleaños de una compañera de clase. La misma que un mes y pico antes una noche que nos habíamos juntado a estudiar de pura urgencia cualquier maldito examen, nos confesó entre misterios que andaba por los “guesos” de uno de la clase.

La noche del cumpleaños yo llevaba, como de costumbre, pantalones. Estaba tan delgada que no me atrevía a ponerme otra cosa. Eso sí, esa tarde en un ataque de glamour colectivo, las amigas me habían prestado una camiseta con el cuello a lo barco de la que sobresalía el tirantillo de mi sujetador nuevo.
Estaba yo muy contenta y muy coqueta instalada junto a la mesa de los bocadillos en la punta más alejada de la habitación, cuando el listo que ponía música decidió que era la hora de las “lentas”. Para mis adentros pensé que la fiesta acababa de terminarse. Localicé con la mirada mi abrigo y a la amiga que vivía cerca de mi casa. Me tapé el tirante y me serví la penúltima sangría antes de largarme. Pero de repente, a alguien se le ocurrió apagar la luz del cuarto. Se oyeron risitas nerviosas, unas por aquí y otras por allí surgiendo y desapareciendo como luciérnagas.

Y el DJ que sube el volumen al límite de los altavoces (ya dije antes que era muy listo).

Un instante después entre protestas y silbidos volvía a encenderse la luz y todos reíamos un poco atontados. Con tanta confusión me pareció ver algunos cambios en la posición de los personajes. No tuve tiempo de preguntarle a alguien, no pude susurrarle suspicacias a ninguna amiga, ni enterarme de ningún sobeteo de nadie. No me dio tiempo a nada porque cuando quise acordar volvía a estar todo otra vez a oscuras y mis pies, por arte de magia, perdían el contacto con el suelo.

[…] Si, me llevaban en brazos a toda prisa por el pasillo entre risas y golpes contra las puertas. Como pude palpé a mi secuestrador y descubrí quién era (Susana lo conoce). Cargando conmigo se metió por la primera puerta que encontró abierta y entre penumbras, mientras los ojos intentaban acomodarse a la oscuridad, sin soltarme, se dejó caer en una cama mueble en una montaña de peluches y ropa para planchar.
No me sirvió de nada la experiencia con la vecina. De verdad que no. He de reconocer que por más atención que había puesto en las películas de dos rombos y por más preguntas impertinentes que pudiera haberle hecho a las amigas más experimentadas yo no tenía ni idea de como se daban los besos.

Estaba yo aprendiendo cuando súbitamente se encendió la luz del cuarto: Era la cumpleañera vestida de fiesta y pintada como una puerta que nos descubría y salía corriendo con la cara descompuesta.

Resultó que suspiraba por el mismo que exploraba mis encías y tenía la mano debajo de mi talla 75b.

Diez minutos después estaba en la parada del autobús con toda la pena del mundo sobre mis hombros. Imaginando que la del cumpleaños se suicidaba por mi culpa. Me sentía fatal. Me dolía el alma con aquella puñalada cruel que da el remordimiento adolescente. A la mañana siguiente ojerosa y con gastroenteritis por culpa del sofoco, mi mejor amiga de entonces, la que me había prestado la camiseta con el cuello de barco, en plena clase de literatura, me confesaba que al final del cumpleaños mi secuestrador había terminado dándose el lote con la cumpleañera. Parecía ser que para consolarla, aunque en opinión de mi amiga, lo había hecho porque era un cabrónasquerosohijodeputa que se aprovechó de la pobre mientras, paradójicamente (lo digo por lo de cabrón), me regalaba la primera cornamenta juvenil.

Cosas de la vida. A mi se me quitó el remordimiento de repente con mi preciosa corona, a pesar de no ser nada entre nosotros a parte de compañeros de curso. Se me apagó la pena en un acto de sanación milagrosa e instantánea. El dolor curó al dolor y me hizo volver a la realidad de los partidos de badminton, la lista de los verbos irregulares, las litronas y los porros detrás del gimnasio, las derivadas y los límites, la tabla periódica de los elementos, el seno y el coseno de pi y sobre todo mi triste talla 75b.


Desde entonces siempre he pensado que mi amigo era muy listo y que le iba a ir muy bien en la vida.

1 comentario:

Vivicia dijo...

Marisiña, magnifico documento historico 'Masbeijos'!
tendriamos todos que hacer un trabajo de memoria ! Mi primer beso historico curiosamente tiene bastantes puntos de semejanza con el tuyo! Desempolvé el recuerdo leyendote, con lo cual eso de que se graba eternamente en la memoria...